Veinticuatro de agosto, sin fecha

Lo vi por primera vez en una de esas librerías de viejo que se habían vuelto a poner de moda después de los años de tiranía del libro electrónico y a medida. No sé muy bien qué me llamó la atención de él, si la mano temblorosa de la vejez con la que acariciaba los volúmenes como quien recupera un secreto antiguo, o la mirada perdida con la que rastreaba aquellos ejemplares gastados por otros ojos y otras manos como si hubieran sido los suyos. Acorralado por mi descaro de voyeur, se giró hacia mí murmurando el aforismo de Wittgenstein «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», al tiempo que recuperó el apoyo en su báculo para reanudar la marcha hacia la puerta de la calle. Antes de que alcanzara la salida lo abordé por movido por no sé qué impulso y las palabras escaparon de mi boca como si no fuesen mías: «Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Enséñame tu mundo, maestro, muéstrame el Paraíso». El anciano, que no mostró asombro alguno, me respondió como si también fuese otro quien lo hiciera: «¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?» Cuando aún su voz no había acabado de declamar esa cita que fue suya, pero también de otro, giró sobre sus talones y, agarrándome del codo con una fuerza inusitadamente juvenil, me condujo de nuevo hacia el interior de la librería, hasta un cuarto oscuro en donde sólo se adivinaba un halo de luz amarillenta al fondo, multiplicado por los espejos que forraban las paredes en una simetría imaginaria que emulaba el estampado de un tigre.

Los minutos, las horas o los días, esa sustancia extraña de la que está hecha el tiempo, se nos escaparon en una conversación inmensurable conformada por las múltiples voces del anciano. A través de sus palabras descubrí a un Alonso Quijano que no se atrevió a ser Don Quijote, pero sí Cervantes; un Alonso Quijano rodeado de libros desde la infancia bilingüe del barrio norteño de Palermo, rodeado de libros que lo sueñan y que sueña hasta recrear todo el orbe y construir uno nuevo. Un mundo de libros, y libros que son un mundo. Libros como personas, como amigos, como ciudades. Descubrí así a un políglota incansable que se educó en inglés y castellano, y que escribió en español para asumir como nadie lo había hecho hasta entonces el genio del idioma común. Una lengua que rastreó, como otras muchas, porque «cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un símbolo compartido». En las suyas encontré toda una simbología propia del mundo entendido como un sueño dirigido a través de unos pocos argumentos reiterativos que todavía le hostigaban en la eternidad en la que se alojaba y que no se resignaba a aceptar: páginas repletas de genealogías, gramáticas imposibles, bestiarios inanimados, silogismos, matemáticas imaginarias, geometrías laberínticas y recuerdos inventados, la identidad de un hombre que es su memoria, el terror de la reproducción y la pasión por lo fantástico, un tiempo circular hecho de repeticiones y, sobre todo, una entrega radical a la imaginación, al incesante fabular con el que todos conformamos el mundo. Al final de esa larga conversación de días y noches me vi, igual que en un juego de espejos como los que nos abrazaban en aquella extraña habitación, recitando por mi boca palabras que otrora fueron suyas, del Maestro. Y así advertí rápidamente, no sin espanto, que nuestra plática no estaba sino haciendo realidad aquella máxima del tribuno romano que encontró la eternidad en las aguas de un río de África y que tuvo que recorrer miles de vidas y de kilómetros hasta encontrar la paz de la muerte: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres». Y, por tanto, yo, que había sido Borges, en breve iba a ser Nadie, como Ulises; en breve, iba a ser todos: estaré muerto.

Un trueno solemne, avanzadilla de tormenta, me liberó de esas disquisiciones al romper el secreto círculo que nos ligaba. La lluvia se coló tenuemente entre las paredes de la oscura habitación hasta que cayeron unas gotas en la cara del Maestro. Sus palabras callaron en mi boca y surgieron de nuevo de la del Poeta como si cumpliese de nuevo con un rito repetitivo: «Es el momento. Alá llora por mí». Recuerdo que nos levantamos al unísono y que nuestros pasos nos condujeron por calles que jamás habíamos pisado, aunque sí tal vez soñado, hasta que llegamos al cementerio de Ginebra. El Maestro desapareció ante una lápida con dos fechas y dos ciudades grabadas: Buenos Aires, 24 de agosto – Ginebra, 14 de junio. Los guarismos de los años estaban borrosos. Las palabras, las que el otro pronunció por primera vez en alusión a Lugonés, escaparon de mis labios como un suspiro antes de fundirse con él en el tiempo y hacerme regresar otra vez a la librería: «Maestro, te admiré hasta el plagio».

(c) Francisco Fernández Beltrán, 1999

  1. javi gil
    23/03/2010 a las 20:45

    en el 99 ya apuntabas maneras….

    • fernandezbeltran
      23/03/2010 a las 22:09

      Gracias, Javi. Bueno, se nota que eres amigo. Un abrazo,

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